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El valle de los Reyes, de Christian Jacq (página 2)



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El poder de los jeroglíficos

La tumba real funciona por sí misma, sin ninguna intervención exterior, pues las modalidades de su existencia fueron incluidas en los jeroglíficos, «las palabras de Dios»; por ello, ninguna sepultura faraónica del Valle está desprovista de textos. Las representaciones de los dioses y las escenas más sorprendentes, la «decoración» de los sarcófagos, los «proveedores de vida», son jeroglíficos que siguen siendo eficaces. Pintores y dibujantes adoptaron variadas soluciones: grabados que reúnen ricas ilustraciones (Ramsés III, Ramsés VI), relieves pintados (Horemheb, Ramsés I, Seti I), papiro extendido y dibujado en un muro (Tutmosis III, Amenhotep II). En todos los casos, el objetivo buscado es el mismo, confiar a los jeroglíficos la misión de velar por la integridad espiritual de Faraón.

El universo del Valle de los Reyes nos desconcierta: divinidades con cuerpos de hombre y cabezas de animales, cuerpos sin cabeza, serpientes, escenas enigmáticas… Al menor paso nos sentimos, a la vez, admirados, fascinados y perdidos. La razón y el análisis fracasan, impotentes, al pie del misterio. Nadie puede pretender haberlo descifrado totalmente; pero sabemos, gracias a las investigaciones llevadas a cabo desde Champollion, que este universo no es una fantasmagoría nacida de un cerebro delirante. De ese modo se nos revela el otro mundo, esa otra cara de la vida por la que viajan la luz y el ser resucitado de Faraón; nada es ahí cosa de creencia, sino sólo de conocimiento. En Egipto, todo es andadura, travesía y metamorfosis; el viaje del alma no se lleva a cabo sin peligros y pruebas. Las tumbas del Valle no los ocultan; muy al contrario, insisten en los peligros que debe afrontar el sol antes de renacer. Faraón se identifica con él y comparte su pasión. El Valle perfora las tinieblas y crea sin cesar un nuevo sol.

Muerte de un faraón

El principal papel de un rey de Egipto es hacer vivir a Maat, la Regla universal, poniéndola en el lugar del desorden, de la rebelión y del estruendo, consustanciales a la especie humana, nacida de las lágrimas de Dios. El individuo llamado a esa función se inscribe en el linaje eterno de los faraones y pierde sus rasgos particulares para revestir las ropas simbólicas del rey-Dios; por ello, las representaciones del Valle no nos ofrecen ningún retrato individualizado sino un rostro real siempre semejante en el que se encarnan serenidad y realización.

Faraón es el elemento esencial que mantiene a Egipto en armonía; cuando muere, el mundo regresa al caos. La solidaridad del Estado con el cosmos desaparece. El país lleva luto por la felicidad perdida y teme el desencadenamiento de las fuerzas del mal.

Varias medidas permiten evitar la catástrofe. En primer lugar, la momificación del rey difunto; luego, su colocación en la tumba; finalmente, la puesta en marcha, por su sucesor, del proceso de resurrección.

«El halcón ha llegado al cielo, el hijo de la luz divina ha emprendido el vuelo y se sienta ahora en el trono de Ra», así se describe el ascenso al cielo del alma real que se reincorpora a la luz original. El cuerpo de Faraón debe ser momificado para convertirse en un Osiris, ser reconstruido que será el soporte del renacimiento. La momificación no es una voluntad de preservar un cadáver, sino la afirmación de la existencia de un cuerpo de luz, incorruptible para siempre. Faraón atraviesa, como Osiris, la prueba de la muerte; de ese modo, la momia está cubierta de joyas y amuletos que forman una armadura mágica. Se extraen las vísceras y se colocan en cuatro vasos, los canopes, protegidos por los cuatro hijos del dios Horus, hijo y sucesor de Osiris. Para que el rey resucite, cada parte de su cuerpo es sacralizada; ninguno de sus miembros es privado de divinidad. La momia es soporte material de fuerzas inmateriales, el corazón que guía al ser; el ka, dinamismo creador; el ba, el alma-pájaro; el nombre, identidad real del ser; la sombra, depósito de poder.

La momia permanece tendida en el sarcófago, pero también se la representa de pie, animada por la palabra divina. La momificación es el arte de captar las energías sutiles, de fijarlas en el cuerpo osírico. Cuando ha concluido, el cuerpo de inmortalidad de Faraón es colocado en un ataúd y atraviesa el Nilo; en la orilla oeste se organiza una procesión que pasa por el «templo de los millones de años» donde se celebrará el culto, luego toma el camino que conduce al Valle. Sólo algunos íntimos, pertenecientes al inmediato entorno de Faraón, son autorizados a vivir el ritual de colocación en la tumba, considerada como la región de luz.

Antes de cerrar y sellar la puerta de la morada de eternidad, el sucesor del rey difunto, que actúa como Horus, hijo de Osiris, practica en la momia la apertura de la boca y los ojos. La tumba de Seti I, especialmente, ofrece las escenas de este ritual. Gracias a él, textos e imágenes se ven animadas y toman vida al mismo tiempo que el cuerpo osírico. La aventura de la resurrección puede iniciarse, en la noche transfigurada de la tumba y bajo un cielo de piedra estrellada.

Plano y elementos de una tumba real

Arte de eternidad, arte para la eternidad, el arte egipcio no creó dos monumentos semejantes. Enamorado de la estabilidad y del poder, ignora la repetición y la fantasía. Es imposible, así, teorizar y emitir clasificaciones, estériles con mucha frecuencia.

Si se considera el conjunto de tumbas reales, se advierte que sus dimensiones son muy variables; mientras la sepultura de Tutmosis I es muy modesta, la de Seti I tiene más de cien metros de largo. Existe, sin duda, un principio de crecimiento; a medida que las tumbas van construyéndose, altura, anchura y volumen aumentan, sin relación alguna con la duración del reinado. Los corredores, sino se alargan, se hacen más anchos y altos; las dimensiones de la cámara funeraria son cada vez más imponentes y el sarcófago adopta un aspecto cada vez más colosal.

Ninguna tumba es idéntica a otra, aunque se adviertan puntos comunes: una puerta de acceso (unas veces disimulada, otras evidente), un corredor que se hunde más o menos profundamente en la tierra, un paso intermedio y una sala del sarcófago. Sea cual sea el plano, sean cuales sean sus variantes, se trata siempre de un camino que consiste en penetrar en la roca, en el interior de la montaña de Occidente, descender hacia el reino de debajo de la tierra franqueando puertas, impregnarse de los textos y las escenas rituales y, finalmente, descubrir la cámara de resurrección. Recorrido iniciático por antonomasia, una tumba del Valle de los Reyes «funciona» del mismo modo que una pirámide del Imperio Antiguo; la forma ha cambiado pero la realidad simbólica no ha variado.

Durante la XVIII dinastía, la entrada de las tumbas se excava verticalmente, al pie de un escarpado; da acceso a un corredor que se presenta como un plano inclinado que puede incluir peldaños. Este primer eje se ve quebrado por un recodo en ángulo recto, precedido de un pozo de unos seis metros de profundidad. Tumbas como las de Tutmosis IV y Amenhotep II presentan incluso dos desviaciones. Al extremo del recorrido, la sala del sarcófago. Se ha advertido que los pilares presentes en ciertas salas tenían una sección de dos codos por dos, y que la norma para la altura y la anchura de los corredores era de cinco codos por cinco (un codo = 0,52 m). Con el comienzo de la XIX dinastía, las proporciones cambian; las tumbas se agrandan y se amplían. Los arquitectos adoptan un plano rectilíneo y un único eje.

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Lo más importante es conocer los nombres que los propios egipcios daban a las partes principales de una tumba real.[2]

Si establecemos el plano típico de una tumba real, trazamos primero el «primer paso del dios», que corresponde a la escalera de acceso; ese «dios» es a la vez la potencia creadora, el sol en la que se encarna y el faraón que se le identifica. El «camino del sol» es el completo descenso al interior de la tierra. Luego viene el corredor, «segundo paso del dios», seguido de un «tercer paso», flanqueado eventualmente por capillas donde residen los dioses de Oriente y Occidente. Estos pasos se denominan también «lugares donde el dios es halado», es decir donde el sarcófago es arrastrado sobre una narria hacia la cámara funeraria. El «cuarto paso del dios», enmarcado eventualmente por las dos estancias de los guardianes de las puertas, señala el acceso a la parte secreta de la tumba. Se abre la sala del secreto, o sala de la Regla, que sólo permite avanzar al ser que el tribunal del otro mundo reconoce como justo. Finalmente, «la morada del oro» donde reposa el sarcófago y donde se realiza la transmutación del cuerpo mortal en cuerpo de luz, brillante como el oro; pueden añadirse salas anejas, «la sala del carro» (recordemos los carros desmontados de la tumba de Tutankamón), «la sala de rechazar a los rebeldes», «el lugar de plenitud de los dioses», «la morada del alimento», «el último tesoro», «el lugar de los que responden» (los uchebtis).

El misterio del pozo

Algunas tumbas incluyen un elemento extraño, un pozo de unos seis metros de profundidad, que aparece por primera vez en la tumba núm. 34. Es «el que oculta», «el que detiene», y señala un punto de ruptura en el recorrido. En la de Tutmosis III, sus dimensiones son imponentes: 4,15 x 3,96 m. Está decorado con frisos de khakeru, haces de vegetales unidos entre sí por cuerdas y que simbolizan el fuego protector.

¿Para qué servía ese pozo? Sin duda no de trampa para los ladrones. Semejante idea es incompatible con la mentalidad egipcia. Se ha supuesto que permitía recoger parte de las aguas de lluvia que caían en la tumba durante los diluvios torrenciales, pero esta hipótesis es inaceptable. Por una parte, la mayoría de los pozos se hallan en las sepulturas de la XVIII dinastía, que no se inundaron, por otra parte las tumbas estaban cerradas con puertas y tabiques.

La función del pozo es de orden simbólico; es la ilustración de la caverna del dios Sokaris, cuyo nombre se forma de un verbo de movimiento que significa «deslizar, avanzar». En esta caverna se oculta el agua primordial, gestadora, abstracta, que da vida y forma a todos los seres. Sin esta agua, la resurrección sería imposible. Uno de los momentos fundamentales del ritual consistía en hacer pasar el sarcófago por encima del pozo, para que se impregnara de la energía de Sokaris. El pozo era también una de las formas de la tumba de Osiris, señor de las profundidades y del reino subterráneo; al pasar por encima, la momia real, identificada con el sol, se convertía en Osiris. Lo que estaba arriba se asimilaba a lo que estaba abajo, y a la inversa. El pozo señalaba pues un momento de cambio durante el que el alma real obtenía la fuerza necesaria para su regeneración.

El sarcófago

En el centro de la sala de oro, el sarcófago es el elemento más precioso de la tumba. El término que utilizamos es absolutamente inadecuado; de origen griego, la palabra sarcófago significa «devorador de cadáveres», mientras que el término egipcio afirma exactamente lo contrario: «el señor (o el proveedor) de la vida». De ese modo, el sarcófago no es un punto final, un simple cofre para momia, sino un medio de renacimiento en el que actúan los poderes de creación.

Grabada en el interior de la tapa del sarcófago, la diosa del cielo, Nut, aparece bajo la forma de una mujer, con los brazos y las piernas estirados, cuyo cuerpo se adapta al de Faraón, que resucita en la unión con su madre cósmica. Nut tiene también la función de tragarse el sol poniente, al anochecer, y hacerlo renacer por la mañana; matriz del universo, transforma la muerte en vida.

El sarcófago es también la piedra primordial surgida del océano de los orígenes, durante el nacimiento del mundo; sobre esta piedra se construyó el primer templo. En el interior de esta piedra, Faraón renace y se convierte en el sol de mañana.

El descubrimiento del sarcófago intacto de Tutankamón permitió entrever los esplendores que los desvalijadores e iconoclastas destruyeron en las demás tumbas reales; sin embargo, no todas contenían ataúd de oro. Además, la mayoría de las momias habían sido extraídas de su sarcófago en la XXI dinastía y ocultadas en lugar seguro. Ciertos vándalos, furiosos sin duda al obtener sólo muy escaso botín, se encarnizaron con ciertos sarcófagos, rompieron las tapas, rajaron las cubas de piedra. Varios especímenes magníficos, por fortuna, sobrevivieron, como los sarcófagos de Tutmosis III, de Amenhotep II, de Horemheb, o las enormes cubas de granito de los soberanos ramésidas. El tamaño aumenta con el tiempo; el sarcófago de Ramsés IV es colosal comparado con el de los reyes de la XVIII dinastía. A menudo, en los ángulos del sarcófago pueden verse diosas; entre ellas, Isis y Neftis, encargadas de recitar las fórmulas de resurrección, de batir las alas para dar el soplo de vida y de preparar el oro, la carne de los dioses, que será el cuerpo de luz del faraón transfigurado.

¿Tumbas inconclusas?

La tumba de un rey era, con su templo, asunto de Estado por excelencia. Tamaño, dimensiones, proporciones, ornatos se estudiaban y realizaban con el mayor cuidado. Ciertos sistemas numéricos, ciertos secretos de construcción y un repertorio simbólico se transmitían de maestro de obras en maestro de obras. El progresivo agrandamiento de las sepulturas y el cambio de sus estructuras corresponden a un plan que se lleva a cabo con rigor.

Y en esas condiciones, ¿por qué casi todas las tumbas reales nos parecen inconclusas? En el caso de Ramsés I, podemos evocar la brevedad del reinado: menos de dos años. Pero los constructores excavaron una pequeña tumba, y la calidad de la obra es sobresaliente. En el caso de Tutmosis III, que reinó en solitario durante más de treinta años, esta explicación es imposible; idéntica extrañeza en la fabulosa tumba de Seti I donde ciertos relieves no fueron coloreados y donde, al fondo de la cámara funeraria, se abre un corredor «inconcluso» que se pierde en la roca, dispositivo conocido también en otras partes.

En realidad, los cuadriculados, los trazos que se dejan a la vista, las figuras no terminadas revelan las técnicas utilizadas para construir la tumba, pintarla y darle su función simbólica. El maestro de obras consideró necesario actuar así, pues la tumba es un ser vivo; no puede pues estar «terminada». El último corredor que sale más allá de la morada del oro es la prosecución del camino de resurrección que nunca se detiene. Al igual que el templo, que está siempre en construcción, la tumba real no está inconclusa; está completa y es coherente, sea vasta o modesta, pero no detenida. La obra de renacimiento prosigue en ella al margen del tiempo; en lo invisible, la mano del artesano sigue grabando en los muros los signos y las figuras de inmortalidad.

La cofradía de los constructores

El pueblo de los artesanos o «el lugar de la Regla»

En Egipto, nada muere por completo; la Tierra está tan transida de eternidad que no permite que el olvido o la destrucción triunfen de un modo radical. ¿Se desea una prueba evidente? Mientras que la memoria de los grandes faraones que eligieron el Valle de los Reyes como domicilio se ha visto, a veces, bastante maltratada, la de los creadores de sus tumbas se preservó de un modo sorprendente. Esa salvaguarda se debe, en parte, a la necesidad de mantener el secreto sobre el acto misterioso que constituía la excavación de una sepultura real; para responder a esta exigencia se fundó el pueblo de Deir el-Medineh, en la ribera occidental de Tebas, no lejos del Valle, de modo que se reunieran en el mismo lugar todos los gremios indispensables para la obra.

Talladores de piedra, albañiles, yeseros, escultores, grabadores, dibujantes, pintores vivieron allí, juntos, con sus familias, colocados bajo la directa autoridad del visir de Tebas-Oeste. El pueblo poseía su regla y su tribunal, que emitía sentencias soberanas. Un escriba real llevaba un diario que narra las venturas y desventuras de la comunidad; ausencias, enfermedades, ascensos en la jerarquía se anotaban con cuidado. Este documento, y muchos otros testimonios como las modestas ostraca, fragmentos de calcáreo que servían a menudo como borradores escolares, permiten trazar la historia de Deir el-Medineh que, durante cinco siglos, estará vinculada a la de las tumbas reales.

En su apogeo, el pueblo comprendía unas setenta casas construidas en el interior de un recinto de 130 x 50 m, y unas cincuenta fuera, donde vivieron un número de trabajadores que variaba entre sesenta y ciento veinte, sin incluir a sus esposas e hijos. Comunidad pequeña, pues, unida y coherente, en la que sólo se admitían especialistas iniciados en los misterios de su arte.

Esta cofradía, cuya razón de ser era construir moradas de eternidad, fue fiel a su regla casi hasta sus últimos días; durante los procesos que desembocaron en la condena de los desvalijadores, bajo Ramsés IX, ningún miembro de la cofradía se vio inculpado. Los primeros traidores aparecieron, sólo, durante los últimos años de existencia de la comunidad.

El nombre egipcio de Deir el-Medineh era set Maat, «el lugar de Maat», el emplazamiento donde se practicaba Maat, la regla que regenta todos los universos. Maat es la más alta expresión de la espiritualidad egipcia; viviendo de Maat y haciéndola vivir, Faraón permite a Egipto permanecer en contacto con lo divino y prosperar. No es pues indiferente advertir que el pueblo de los artesanos está colocado bajo la protección de esta regla que todos debían aplicar en su trabajo.

Situado en el lecho de un antiguo ued, entre la colina donde fue erigido el pueblo de Gurnet Muray y el acantilado de Occidente, Deir el-Medineh es un paraje encantador. Reina allí un silencio que evoca el gozo de vivir de una comunidad en la que actuaron auténticos genios, cuyas obras admiramos hoy todavía.

Fue Tutmosis I quien, a comienzos del siglo XVI a. de C, fundó la cofradía e inauguró el paraje del Valle. Desde sus orígenes, una muralla rodeó el poblado que formaba una entidad protegida del mundo profano y vigilada por guardias. Sólo penetraban los miembros de la cofradía y su familia más cercana.

Tras el episodio de Amarna, durante el que Akenatón llamó probablemente a los artesanos al emplazamiento de la nueva capital, en el Medio Egipto, regresaron a Deir el-Medineh que Horemheb decidió agrandar. Durante las XIX y XX dinastías, el aumento del volumen de las tumbas exigió un personal más numeroso; la decadencia comenzó bajo Ramsés VI donde ya sólo trabajaban unos sesenta obreros. A comienzos de la XXI dinastía, la comunidad se dispersó; la mayoría de los adeptos fueron acogidos en el templo de Medinet Habu. El paraje de Deir el-Medineh no quedó por completo abandonado; en la XXV dinastía, el rey etíope Taharqa hizo construir allí una capilla dedicada a Osiris y, en la época Ptolemaica, se reconstruyó el templo de la cofradía colocado bajo la protección de Hator y de Maat. Cuando la civilización faraónica se extinguió, algunos anacoretas cristianos ocuparon ciertas tumbas y las degradaron antes que la invasión árabe fuera causa de nuevas destrucciones.

Casas y tumbas

Los artesanos eran enterrados donde vivían; generación tras generación, la comunidad conocía los mismos goces y las mismas penas. Pequeñas casas pintadas de blanco daban a callejas cubiertas; una calle principal atravesaba el pueblo, y sus vestigios son visibles todavía. Provistas de unos fundamentos de piedra, las moradas de ladrillo crudo tenían una entrada, una primera estancia con un altar dedicado a las divinidades domésticas y a los antepasados, y una mesa de ofrendas, una segunda habitación más alta y más grande que servía de sala de recepción, una o varias alcobas, un cuarto de baño, una cocina, un sótano y una terraza donde, en verano, se dormía de buena gana.

Las reuniones de la cofradía se celebraban en oratorios al norte del paraje o en el templo; los artesanos se instalaban en bancos de piedra, a lo largo de los muros. Allí se transmitían los secretos del oficio, allí eran iniciados aquellos a quienes la comunidad consideraba aptos para actuar en el Valle.

Vivir eternamente en el lugar donde se ha vivido y trabajado, éste fue el destino de los hombres y mujeres de Deir el-Medineh. Las tumbas eran señaladas por la presencia de una pequeña pirámide que recordaba los grandes monumentos del Imperio Antiguo. Con la ayuda de este símbolo, la comunidad se vinculaba a los orígenes de la civilización egipcia y a las enseñanzas de los sabios de Heliópolis, la ciudad sagrada de las primeras dinastías.

El plano de las tumbas era sencillo: un patio, una capilla donde se reunían los vivos y las almas de los difuntos, un pozo que llevaba a un sepulcro y una o varias salas subterráneas, decoradas a veces de un modo admirable; la tumba del maestro de obras Senned-jem, en perfecto estado de conservación, permite a los visitantes apreciar el genio de los pintores y dibujantes. Los temas se han extraído del Libro de los muertos: guardianes de puertas, resurrección en forma de un fénix, campos paradisíacos donde siembra y siega la pareja vencedora de la muerte, etc.

Durante la XIX dinastía, las sepulturas se hicieron familiares y se comunicaban, a veces, unas con otras, formando un imperio invisible semejante a las moradas de los vivos; los vínculos establecidos en esta tierra seguían existiendo en el más allá,

Un barco y su tripulación

Una imaginería estúpida, presente todavía en los libros escolares e incluso en las obras llamadas «cultas», presenta a los artesanos como una masa de harapientos penando bajo un sol de justicia y recibiendo, como único salario, los latigazos de sádicos capataces; la mayoría de películas sobre Egipto, inspiradas en una mentalidad biblista, decididamente antifaraónica, han popularizado por desgracia tales estupideces.

Los hombres encargados de excavar las tumbas reales eran considerados como un cuerpo de élite; preservando los secretos de su oficio, no eran en absoluto unos esclavos. La organización de su trabajo se hacía de acuerdo con la de los navegantes que surcaban el Nilo; los «servidores del lugar de la Regla» formaban una tripulación dividida en dos equipos, el de babor correspondía al barrio este del pueblo y el de estribor, al barrio oeste. Trabajaban alternativamente, en períodos de unos quince días, descansando uno mientras el otro trabajaba en la obra. El piloto de aquel navío era Faraón en persona, uno de cuyos nombres es precisamente «el gobernalle»; dos «vigilantes de la construcción en el gran lugar» enmarcaban a los artesanos.

Los astilleros tenían, para los egipcios, gran importancia porque eran el lugar donde los adeptos eran iniciados ritualmente a su función. La prueba suprema consistía en reunir las diseminadas partes de una barca y reconstruirla, a imagen del cuerpo de Osiris despedazado y resucitado.

Nacimiento de una tumba

En cuanto un faraón subía al trono, reunía su consejo y, tras haber consultado a sus «únicos amigos», elegía el emplazamiento de su morada de eternidad. Se consultaba pues el plano del Valle, que formaba parte de los secretos de Estado mejor guardados, y se encargaba a la comunidad de Deir el-Medineh que preparara la sepultura.

¿Por qué determinado faraón elegía determinado emplazamiento? Somos incapaces de responder. Podemos suponer que el azar y la fantasía no desempeñaban papel alguno en la decisión; sin duda existe una geometría sagrada del Valle cuyas claves no podemos todavía discernir. Comprobamos sencillamente que la orientación de las tumbas era simbólica y no geográfica; los puntos cardinales según los que se organizan el espacio y el tiempo son los del otro mundo.

Los artesanos salían del pueblo por el oeste, trepaban a su derecha y, luego, tomaban un sendero de montaña hacia el norte. A un lado, la cima; al otro, las tumbas de los nobles, los «templos de los millones de años» y los cultivos. La procesión se detenía en un collado donde se había construido un santuario en honor de la diosa del silencio y algunas cabañas de piedra; tras haber celebrado los ritos, ya sólo le quedaba bajar hacia el Valle de los Reyes.

Los talladores de piedra, los primeros en actuar, quebraban el calcáreo con ayuda de instrumentos de piedra y lo trabajaban con cinceles de cobre o bronce, que conferían gran finura al modelado. Se establecía una larga cadena para evacuar, en cestos, los restos de la piedra. Todos los útiles pertenecían a la cofradía, y no a uno de sus miembros; apoderarse de uno era considerado un delito grave. Un escriba, además, anotaba cada día el número de cestos. Desde la edad de las pirámides, la improvisación y el abandono no tenían su lugar en una obra.

Los pulidores de roca desempeñaban un papel determinante; ellos debían preparar del mejor modo la superficie sobre la que se desarrollarían textos y escenas. El alisado de las paredes exigía una mano muy hábil y se advierten diferencias entre las tumbas; tras haberlas recubierto de arcilla, se les daba una capa de yeso destinada a eliminar mohos y humedad. Cuando la roca era de mala calidad, había que revocarla.

En cuanto una pared se consideraba correcta, los dibujantes esbozaban las líneas maestras en función de un sistema de proporciones armónicas; aquella «plantilla», que se dejó a la vista en varias tumbas, permitía organizar el conjunto de la decoración. Aquí y allá, el maestro corregía un trazo imperfecto y hacía modificaciones. El escultor debía grabar los contornos con el cincel, sin cometer errores, el pintor debía colorear las incisiones. La mayoría de las veces, el primer dibujo se hace en rojo, la corrección en negro. Instrumento principal de cálculo: el cordel.

Varios gremios trabajaban al mismo tiempo en la misma tumba, lo que implicaba una rigurosa organización del trabajo y una perfecta distribución de las tareas; es pasmoso el genio de esos creadores, la sorprendente precisión de su mano, la perfección de los jeroglíficos y los personajes. Tumba real, ciertamente, pero también arte real que convierte al Valle en una incomparable obra maestra. Todos los visitantes quedan fascinados por la profusión y belleza de los colores, que, lamentablemente, se degradan de un modo alarmante; los ocres amarillo y rojo se obtenían a partir de sulfuro natural de arsénico y óxido de hierro, los pigmentos negro y blanco del carbono y de la tiza obtenida del calcáreo, los pigmentos azul y rosa del lapislázuli o de la azulita del Sinaí, y de una mezcla de ocre rojo y de tiza. Tales pigmentos eran de excepcional calidad; sólo la contaminación consiguió atenuar su brillo, cuando el tiempo no había podido hacer mella.

Problemas de iluminación

Muchos visitantes se cercioran de que en ninguna tumba, ni siquiera en las más profundas, se ve hollín en el techo y se preguntan: ¿Cómo se iluminaban los artesanos, cuando debían trazar los jeroglíficos, de pequeño tamaño a veces, con la más extremada precisión?

Lámparas y mechas se consideraban objetos muy preciosos de los que se establecía una estricta contabilidad. Se fabricaban mechas con fragmentos de tela retorcidos que se mojaban en salmuera y se untaban, una vez secos, con grasa y aceite de sésamo; esta técnica, a la que tal vez debieran añadirse otros ingredientes no identificados, permitía obtener un buen sistema de iluminación porque las antorchas no humeaban.

Muchos secretos del oficio como éste se olvidaron y perdieron; procedían de un íntimo conocimiento del material, de la práctica cotidiana y de la progresiva mejora sobre el terreno. En la tumba núm. 55, se representa un curioso personaje sentado, con una lámpara de mechas encendida en las rodillas. El nombre de este dios es Heh, la eternidad, y está encargado de difundir la luz.

Duración de una obra

¿Cuánto tiempo necesitaban los artesanos de Deir el-Medineh para excavar y decorar una tumba real? En el caso particular de Ramsés I, la respuesta es fácil puesto que el reinado de ese faraón fue muy corto, menos de dos años. La cofradía, en este plazo impuesto por el destino, fue capaz sin embargo de crear una bellísima tumba, aunque sus dimensiones fueran modestas.

Si confiamos en la tradición según la que la momificación real duraba setenta días, podríamos suponer que dibujantes y pintores sólo gozaban de un cortísimo lapso de tiempo para concluir la decoración de la tumba; en realidad, la obra debía de estar comenzada desde mucho tiempo atrás. Según Jaroslav Ferny es probable que la excavación propiamente dicha no durara más de dos años; por lo que a la decoración se refiere, podía estar acabada en el año cuarto de un reinado. De acuerdo con una hipótesis plausible, seis años de trabajo bastaban para terminar una tumba muy grande, como la de Seti I. Es decir que la expresión «tumba inconclusa» no tiene sentido y, en la mayoría de los casos, la ausencia de pinturas o de grabados se debe a la voluntad de Faraón y su maestro de obras.

Del abandono del Valle a la invasión árabe

Turistas antiguos

La XXI dinastía vive el abandono del Valle como necrópolis real. En ese siglo XI a. de C., el destino de Egipto depende más del norte que del sur; mientras las civilizaciones mediterráneas sufren serios trastornos, la parte meridional de las Dos Tierras se empeña, cada vez más, en preservar las antiguas tradiciones. ¿Cuál fue el destino reservado al Valle de los Reyes entre la XXI dinastía y la conquista de Alejandro Magno? A decir verdad, la documentación se muestra muy silenciosa. Es probable que la célebre necrópolis ya no estuviera custodiada como en tiempos de su esplendor; pero es imposible precisar la fecha exacta en la que las autoridades decidieron dejar abiertas las grandes tumbas ramésidas, vaciadas ya de su contenido por los desvalijadores o por el propio Estado, para poner a buen recaudo el mobiliario fúnebre en escondrijos, algunos de los cuales no han sido todavía encontrados.

En una época difícil de determinar, el Valle se convirtió en un lugar turístico; los griegos dieron a las tumbas el nombre de «siringas» porque, a su entender, se parecían a las largas flautas de los pastores. De fácil acceso, anchas y altas de techo, las hermosas sepulturas de finales de la XIX dinastía y de la XX dinastía, fueron, probablemente, accesibles ya en la Antigüedad. Se las recorría fácilmente y se las descubría gracias a sus grandes portales decorados; en la Época Baja, habían servido además como sepultura para momias de particulares.

Hacia 60 a. de C, el viajero griego Diodoro de Sicilia visita el Valle. «Son admirables -escribe hablando de las tumbas-, y no dejan a la posteridad posibilidad alguna de crear nada más hermoso.» En conversaciones con los sacerdotes conocedores de la historia del Valle, Diodoro supo que más de cuarenta sepulturas reales habían sido excavadas en aquel extraordinario lugar; la mayoría parecían haber sido destruidas y sólo quedaban once.

Setenta años más tarde, un viajero romano apasionado por la geografía, Estrabón, quedó igualmente maravillado por los esplendores del Valle; también él recogió la tradición oral según la cual habían existido unas cuarenta tumbas.

Griegos y romanos apreciaron mucho la excursión al Valle; al igual que algunos vándalos modernos, dejaron huellas de su paso en forma de inscripciones; se inventariaron más de dos mil. La más antigua, descubierta en la tumba de Ramsés VII, data de 278 a. de C. Fenicios, chipriotas y arameos no se quedaron atrás. Las primeras inscripciones son respetuosas y alaban la belleza del paraje; luego se hacen narcisistas y deplorables, como la inscripción de un romano que se burla de las tumbas y utiliza una venerable pared para informarnos de su nombramiento como gobernador.

En el siglo I a. de C. el Valle de los Reyes es, por primera vez, víctima de un turismo de masas.

Cristianos en tumbas paganas

El cristianismo se implantó progresivamente en Egipto adoptando dos formas: una comunitaria con monasterios que mezclaban trabajo y meditación y la otra individual con gran cantidad de eremitas y anacoretas, algunos de los cuales fueron temibles fanáticos, empeñados en destruir los templos, incendiar las capillas y hacer desaparecer las imágenes de las diosas porque el diablo se encarnaba en un cuerpo de mujer.

El Valle fue colonizado; las tumbas se convirtieron en celdas, y la de Ramsés VI fue utilizada incluso como iglesia. Los nuevos ocupantes apreciaron la grandeza del paraje y el silencio que allí reinaba; sin estar lejos del Nilo y de los cultivos se hallaban, efectivamente, en otro mundo, transido de más allá. Escribieron su nombre en las paredes, transformaron las moradas de los faraones en cocinas, establos y dormitorios donde se encontraron utensilios domésticos, restos de alimento y de plantas alucinógenas que, sin duda, favorecían el éxtasis místico. Se produjo un milagro: no destrozaron de arriba abajo aquellas sepulturas paganas, llenas sin embargo de divinidades y figuras extrañas. La magia del Valle lo preservaba del desastre.

El cristianismo sólo triunfó definitivamente en Egipto en el siglo VI d. de C.; Filae, el último templo «pagano» todavía en actividad, había sido cerrado de un modo brutal y sangriento[3]y ya nada se oponía a la supremacía de la nueva religión. Provincia del Imperio bizantino, Egipto practicaba un cristianismo teñido de herejía que se apartaba a menudo del dogma; se anunciaban serios conflictos, habría podido desarrollarse una cultura original, vinculada con las civilizaciones mediterráneas.

Pero Egipto fue gobernado de un modo deplorable por un decadente Bizancio que se entregó a los árabes sin ni siquiera pensar en defenderse. En 537, el conde Orión visita el Valle de los Reyes; es el último viaje de un notable bizantino antes de la conquista árabe.

La tumba de Ramsés VII (núm. 1)

Aunque el reinado de Ramsés VII no sea especialmente desconocido, su tumba tiene el honor de llevar el número 1, según el inventario establecido en el siglo XIX. Vaciada de su contenido, fue ya visitada en la antigüedad.

Ramsés VII, hijo de Ramsés VI, gobernó tal vez ocho años (1136-1128); sin embargo, existen muy pocos lugares donde figure el nombre de este soberano. ¿Su reinado fue mucho más corto o no ejerció ya un real dominio sobre el país? Por lo común, la época se describe en términos siniestros: inflación galopante, negra miseria, país empobrecido, hambruna, poder central inexistente, robos, acaparamiento de productos alimenticios, etc. Este cuadro apocalíptico debe matizarse mucho pues no disponemos de testimonios tan precisos y hay que estudiar mucho los documentos para describir la situación de un modo tan sombrío. Ciertamente, Egipto no tiene ya el esplendor de los gloriosos días del Imperio Nuevo, pero es seguro que no conoce semejante debacle. Sin duda sufre una crisis económica, cuya magnitud no puede precisarse.

La tumba está bastante degradada y no figura en el circuito de visitas. Su monumental entrada se abre al pie de una especie de colina; en el corredor, el rey hace ofrendas al dios solar, Ra-Horakhty, y la barca del sol, con el que Faraón se identifica, desciende hacia las profundidades. El oro es el color dominante; reina una impresión de claridad y serena alegría en ese mundo donde la regeneración tiene primacía. En la cámara del sarcófago, cuyo techo está decorado con figuras astrológicas y astronómicas, vela una magnífica figura de la diosa de la magia, la terrorífica leona Sekhmet que se convierte en la dulce gata Bastet para quien conoce las fórmulas rituales capaces de apaciguarla.

La tumba de Ramsés II (núm. 7)

Sesenta y siete años de reinado del más ilustre de los faraones, Ramsés II (1279-1212), llamado a menudo «el Grande»: de norte a sur, su nombre figura en una increíble cantidad de monumentos, como si hubiera construido todo Egipto. Aunque fue, efectivamente, un excepcional constructor, Ramsés II hizo, sobre todo, restaurar numerosos edificios; sus maestros de obras, en incesante actividad, edificaban, consolidaban, reparaban.

Ramsés II es víctima de una mala reputación: la de un jefe de guerra cuya mayor hazaña fue la victoria sobre los hititas, en Kadech. En realidad, ni siquiera es seguro que aquella batalla se produjera y se ha establecido que ninguna de las dos naciones obtuvo un triunfo militar. Frente a frente, ambos ejércitos tomaron conciencia de que un enfrentamiento no serviría para nada; Ramsés y el soberano hitita prefirieron, pues, concluir un tratado de no beligerancia que aseguró la paz en Oriente Próximo durante varios años. Ramsés II la aprovechó para embellecer su país y celebrar el poder divino; la conclusión de la inmensa sala hipóstila de Karnak basta para demostrar el genio de sus arquitectos.

El rey estableció su capital en Pi-Ramsés, en el delta, en el emplazamiento del actual Tell el-Daba; Tebas no era ya el centro vital del país y el rey residió frecuentemente en el norte para mantenerse informado de las evoluciones políticas y militares en Asia. Abandonada en beneficio de Tanis durante la XXII dinastía, Pi-Ramsés era una ciudad espléndida, surcada por canales y célebre por sus parques y sus floridos jardines.

Uno de los más importantes designios de Ramsés II consistió en preservar el equilibrio del país; al norte, construyó Pi-Ramsés, trabajó en Heliópolis, la ciudad santa en tiempos de las pirámides; en el Medio Egipto, se ocupó de Hermópolis, la ciudad sagrada del dios Thot; en el sur, en Tebas, amplió Luxor y Karnak, hizo construir un inmenso «templo de los millones de años» en la orilla oeste; cubrió Nubia de santuarios, el más célebre de los cuales es Abu-Simbel, que comprende dos templos, uno dedicado al faraón resucitado y el otro a la gran esposa real Nefertari.

Ramsés, «el Hijo de Ra», veló para que se respetara un prudente equilibrio de cultos: Seth en el norte, Ra en Heliópolis, Ptah en Menfis, Amón en Tebas. Quiso evitar que los más vastos dominios de Amón incitaran a los sacerdotes tebanos a confundir poder espiritual y poder temporal hasta el punto de olvidar la autoridad suprema de Faraón, el único sacerdote, mediador entre el cielo y la tierra.

Fue Ramsés II -y no Horemheb- quien arrasó Aketatón, la capital de Akenatón y de Nefertiti, consagrada a uno de los aspectos de la luz divina, Atón; el hijo de Ra, que puso de relieve esa misma luz en su más amplia función, ocultó pues el episodio atoniano, etapa de transición.

El «templo de los millones de años» de Ramsés II, el Ramesseum, donde se veneraba el principio inmortal encarnado en el ser de Faraón, sigue siendo uno de los lugares más conmovedores de Tebas-Oeste. El edificio ha sufrido mucho; sólo se yergue todavía, potente y majestuosa, la sala de columnas que precedía al naos. En el suelo, un gigantesco coloso derribado; entre el pilono y el templo, una acacia a cuya sombra es agradable sentarse durante el fuerte calor.

¿El mayor de los faraones no hizo que le construyeran la más vasta y suntuosa de las tumbas? Inventariada con el número 7 fue por desgracia desvalijada ya en la antigüedad tardía; mobiliario y tesoros fueron robados o transferidos. Sin duda fue también llenada de escombros y su acceso se hizo difícil. Durante una campaña de excavaciones, en 1913-1914, Harry Burton consiguió, al parecer, penetrar en aquella masa pedregosa para introducirse bastante en la sepultura. ¡Es sorprendente que la última morada de Ramsés II no haya sido nunca excavada por completo! Ciertos arqueólogos estiman que vaciarla exigiría un trabajo excesivo. No podemos estar de acuerdo con esta opinión y deseamos, sin excesivas esperanzas, que se haga justicia a la tumba del gran monarca.

Según K. A. Kitchen,[4] se descendía por un corredor correspondiente a los cuatro «pasos del dios»; venía luego una sala donde Faraón se encontraba con las divinidades y donde se celebraban algunos ritos sobre la momia, luego la sala donde estaban depositados los carros reales. El alma de Ramsés los utilizaba para combatir a los enemigos en el más allá. El recorrido proseguía por un nuevo corredor cuyos muros mostraban los ritos de la «apertura de la boca»; concluía en la «sala de la Regla» donde Faraón era reconocido como justo por el tribunal del otro mundo. Esta «sala de la Regla» marcaba un cambio de eje, en ángulo recto; una estrecha puerta daba acceso a la «morada del oro», de ocho columnas, que daba a varias estancias pequeñas, entre ellas un tesoro, un «lugar de plenitud de las divinidades» y la «sala de los que responden», encargados de los trabajos de construcción en la eternidad. En el centro de la «morada del oro» se hallaba el imponente sarcófago del rey, su matriz de resurrección. Ni publicación ni estudio de conjunto alguno permiten describir una decoración esculpida y pintada cuyo esplendor puede imaginarse. Sabemos que Ramsés hizo inscribir en las paredes pasajes de todas las grandes colecciones llamadas «funerarias»; su tumba aparecía como una suma teológica en la que estaba presente el conjunto de las fórmulas de resurrección.

La momia de Ramsés II tuvo un destino más afortunado que su sepultura. En el año 25 de Ramsés XI, el sumo sacerdote Herihor hizo que la sacaran del sarcófago, amenazado por los desvalijadores, y la colocó en la tumba de Seti I. Cuando ésta, a su vez, estuvo amenazada, Ramsés II emprendió un nuevo viaje, bajo la protección del sumo sacerdote Pinedjem. Esta vez, la medida fue eficaz; el escondrijo de Deir el-Bahari, donde el faraón descansó en compañía de otros muchos soberanos, permaneció intacto hasta el siglo XIX.

Ramsés II, sin embargo, no había llegado al término de sus desplazamientos. Del escondrijo de Deir el-Bahari, salió hacia el museo de El Cairo donde el monarca estuvo algún tiempo expuesto a las miradas de los turistas. Tras haberse cerrado al público la sala de las momias reales, se advirtió que ciertas criptógamas amenazaban la integridad del venerable cuerpo. Se tomó la decisión de enviarlo, para tratarle, a París, a donde Ramsés llegó en septiembre de 1976. Tras siete meses de examen y tratamiento, la momia, ya curada, regresó a Egipto. Deseemos, y también aquí sin grandes esperanzas, que las momias reales recuperen algún día su morada de eternidad, pues una sala de museo nunca será sino un mal menor.

Los médicos que cuidaron al ilustre paciente, muerto a edad muy avanzada, advirtieron que sufría espondilartrosis y arteriosclerosis; en el tórax estaba el corazón, la nariz había sido remodelada y se habían introducido granos de pimienta en el abdomen, la garganta y la nariz. Muchos otros detalles, como la coloración rojiza de los cabellos, se deben a un atento estudio; lo cierto es que el rostro de Ramsés II conserva su grandeza y su poder tres milenios después de su muerte. La autoridad natural del soberano sigue inscrita en sus rasgos; estamos efectivamente ante uno de los más notables faraones de la epopeya egipcia, imbuido de su función y consciente de sus inmensos deberes. El siglo de Ramsés II fue, en muchos aspectos, un tiempo feliz; su momia es serena y grandiosa.

De la conquista árabe al primer excavador

639: Y la noche cayó sobre el Valle

El Egipto faraónico era duro de pelar. Filae sólo había cerrado sus puertas en el siglo VI d. de C. y, en el cristianismo triunfante, perduraban muchos elementos de la antigua religión, más o menos disimulados. El mito de la venida de Cristo-Rey era sólo una adaptación del mito de creación de la civilización egipcia, el del rey-dios; la Virgen reinterpretaba la inmensa figura de Isis dando a luz un hijo salvador y redentor; las primeras comunidades monacales se inspiraron en la regla de los templos y conservaron el vínculo que Egipto consideraba más fundamental: el de la mano con el espíritu.

Egipto se orientaba pues hacia un cristianismo a la oriental y una cultura copta donde se mezclaban aportaciones faraónicas, griegas, romanas y bizantinas; rehacer la Historia sería imaginar, sin gran esfuerzo, un país cristiano, muy abierto a las influencias mediterráneas y polo de equilibrio entre Occidente y el mundo árabe. Pero se trata sólo de una utopía, y es preciso llegar al año 639 (o 642) que modificó radicalmente el destino de Egipto.

El país no resistió mucho a los conquistadores, deseosos de apoderarse de una tierra rica y mal defendida; Bizancio, en plena descomposición, fue incapaz de percibir la importancia cultural y estratégica del antiguo país de los faraones. Los cristianos, cierto número de los cuales había deseado la desaparición de una administración bizantina opresiva e injusta, se desilusionaron muy pronto; en nombre del Corán, fueron combatidos y despojados de sus bienes. El ejército invasor llevó a cabo algunas matanzas y la mayoría de los monasterios desaparecieron. El pequeño grupo de eremitas del Valle de los Reyes fue exterminado o dispersado.

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